Los gobiernos de los militares colorados Lorenzo Latorre (1876- 1880),
Máximo Santos (1882-1886) y Máximo Tajes (1886-1890), fueron
los que asentaron el poder central, dominaron a los caudillos rurales y
tornaron los alzamientos sino imposibles, difíciles.
El Estado y el ejército gozaron desde ese momento del monopolio
de la coacción física, en parte porque el armamento era ya
costoso y de difícil manejo para los gauchos - el fusil Remington
de repetición y la artillería Krupp hicieron su aparición
- ; en parte porque los medios de comunicación (telégrafo)
y transportes (ferrocarril) fortalecieron el poder montevideano; en parte
porque la sociedad y la economía estaban cambiando y se oponían
a las costosas rebeliones del pasado.
También contribuyó el afianzamiento de la paz interna
el fortalecimiento del sentimiento nacional que ya no admitió la
internacionalización de los partidos uruguayos y sus alianzas con
los federales y unitarios argentinos o los bandos brasileños. La
unificación de la Argentina y el Brasil, en torno a Buenos Aires
y Río de Janeiro, hizo que poco a poco desaparecieran los llamados
desde esas naciones a participar en las luchas internas. Desde este ángulo,
la "Revolución de las Lanzas" (1870-1872) fue la primera
guerra civil puramente uruguaya.
A los militares sucedieron los gobiernos civiles, presidencialistas
y autoritarios, de Julio Herrera y Obes (1890-1894) y Juan Idiarte Borda
(1894-1897). Al exclusivismo colorado y sus manipulaciones electorales
respondieron las revoluciones blancas capitaneadas por el caudillo rural
Aparicio Saravia. Su levantamiento en 1897 fue la base de un gobierno colorado
de compromiso con los blancos, el de Juan L. Cuestas (1897-1903).
Electo José Batlle y Ordóñez
en 1903, Aparicio Saravia dirigió en 1904 la última gran
revuelta rural. Pero estas dos revoluciones difieren de las anteriores:
el programa de reivindicaciones políticas tendió a crecer
sobre la mera adhesión a la tradición partidaria, y así,
en 1897 y 1904, los blancos alzaron las modernas banderas del respeto a
la voluntad popular en las elecciones y la representación proporcional
de los partidos en el Poder Legislativo.
La paz interna y el fuerte gobierno central montevideano estuvieron
vinculados a paralelas transformaciones que ocurrieron en la demografía,
la economía, la sociedad y la cultura del Uruguay.
El Uruguay de 1830 apenas contaba con 70.000 habitantes. El de 1875
poseía ya 450.000 y el de 1900 un millón. El espectacular
crecimiento - la población se multiplicó por 14 en 70 años
- no tenía parangón en ningún país americano.
La alta tasa de natalidad dominante hasta 1890 - 40/50 por mil habitantes
- se había unido a una relativamente baja tasa de mortalidad - 20/30
por mil - para ambientar este hecho , pero el factor crucial de la revolución
demográfica fue la inmigración europea.
Franceses, italianos y españoles hasta 1850, italianos y españoles
luego, llegaron en 4 o 5 oleadas durante el siglo XIX. La inmigración
fue temprana en relación a la más tardía que arribó
a la Argentina, y sobre todo fue cuantiosa en relación a la muy
pequeña población existente en 1830. De 1840 a 1890, Montevideo
poseyó de un 60 a un 50 % de población extranjera, casi toda
europea. El Censo de 1860 mostró un 35% de extranjeros en todo el
país, y el de 1908 redujo esa cifra al 17%.
Los europeos - y brasileños - , con valores diferentes a los
de la población criolla, sobre todo los primeros, más proclives
al espíritu de empresa y al ahorro; protegidos por sus cónsules
durante las guerras civiles y recompensados siempre por sus pérdidas
por el estado uruguayo amenazado desde el exterior, se convirtieron hacia
1870-1880 en los principales propietarios rurales y urbanos, como poseían
el 56% del total de la propiedad montevideana y el 58% del valor de la
propiedad rural.
Los inmigrantes europeos fueron también los iniciadores de la
industria de bienes de consumo al grado que en 1889 controlaban el 80%
de esos establecimientos. Los inmigrantes, hostiles por lo general a las
disputas entre blancos y colorados, exigieron la paz interna.
La estructura económica se modificó. El ovino se incorporó
a la explotación del vacuno en la estancia de 1850-1870. De acuerdo
al censo de 1852, la existencia ovina se reducía a 800.000 cabezas
que daban de 400 a 500 gramos de lana criolla por cabeza, sólo apta
para colchones. En 1868 la existencia se estimó en 17 millones que
rendían 1,150 gramos de lana merino por cabeza, pues ya se había
iniciado el mestizaje con ejemplares procedentes de Francia y Alemania.
La lana suple al cuero como principal producto de la exportación
uruguaya en 1884 de ahí en adelante, hasta que apareció con
vigor la carne congelada en 1910-1920, la lana fue el principal rubro de
ventas al exterior.
Esta transformación fue ambientada por el alto precio de la lana
en el mercado internacional, debido sobre todo a la desaparición
de la fibra competitiva, el algodón, a raíz de la Guerra
de Secesión en los Estados Unidos (1861-1865).
El ovino que podía ser explotado en campos de pasturas de calidad
inferior y exigía 5 veces menos tierra por unidad que el vacuno,
sirvio de base al desarrollo de la clase media rural. También requería
en los comienzos, un incremento de mano de obra. El estanciero poseía
ahora además del vacuno criollo que casi solamente adquiria valor
por su cuero, el lanar, que el mercado europeo siempre compraba a buen
precio.
El Uruguay de fines del siglo XIX tuvo así características
económicas que lo singularizaron en el contexto latinoamericano.
Producía alimentos - la carne - y satisfacía otras dos necesidades
básicas del hombre, su calzado, con el cuero, y su vestimenta con
la lana. Sus mercados externos se habían diversificados en vez de
tender a la dependencia de un solo comprador. Brasil y Cuba consumían
su tasajo; Francia, Alemania y Bélgica, sus lanas; y Gran Bretaña
y Estados Unidos, sus cueros. Al comprarle Europa mercaderías que
ella también producía, el Uruguay gozó de una renta
diferencial elevada, por cuanto Europa mantenía sus ganados con
más altos costos de explotación.
Estimaciones recientes del ingreso per cápita en el siglo XIX,
realizadas en base al 15% de las exportaciones, permiten sospechar un elevado
ingreso en el Uruguay de 1870-1900 - 317 dólares per cápita
en 1881-1885, por ejemplo comparable y superior al de los Estados Unidos
y muy superior al atribuído al Brasil.
Debemos anotar también que el librecambio británico -
y europeo en general - fue una pieza esencial de este sistema económico
en el cual el Uruguay vendía a Europa mercaderías que competían
con su producción agraria. Mientras ese libre cambio duró
- y lo hizo hasta la crisis mundial de 1929 - Uruguay tuvo un lugar económico
seguro y rentable en el mundo.
Al ovino siguió el acercamiento de las estancias. Estas fueron
alambradas entre 1870 y 1890 tanto para asegurar al propietario el uso
exclusivo para sus ganados de las pasturas, como para permitir el mestizaje
del ovino y el vacuno con razas europeas. El cerco dejó desocupada
a la mano de obra que antes custodiaba el ganado y generó un problema
insólito de hambre y miseria rural. Esta desocupación tecnológica
se convirtió paradojalmente en un buen caldo de cultivo para las
últimas guerras civiles de fines del siglo XIX y principios del
XX.
Ovino y cercamiento, dos enormes inversiones aumentaron la necesidad
de orden interno que tenían los estancieros. Los terratenientes
protagonistas de estos cambios se agremiaron y fundaron la Asociación
Rural en 1871, con el fin de imponer la paz interna a toda costa.
Paralelamente ocurrieron transformaciones en el medio urbano. A partir
de 1860 comenzaron las primeras inversiones extranjeras, sobre todo británicas.
Fueron los avanzados entre 1863 y 1865, la fábrica Liebig en la
industria de carnes, y en las finanzas el Banco de Londres y Río
de la Plata y el primer empréstito del gobierno uruguayo de los
inversores en la City Londinense. En 1884 se estimó en 6,5 millones
de libras el total de las inversiones británicas; en 1900 ya eran
40. Los ingleses ya habían construído los ferrocarriles -
la primera línea fue inaugurada en 1869 y en 1905, el kilometraje
total alcanzaba los 2000 - invertido en los servicios públicos de
Montevideo (agua corriente, gas, teléfonos, tranvías) e incrementando
sus empréstitos al gobierno y su intervención casi monopólica
en el mercado de los seguros.
En el caso de los ferrocarriles, los capitalistas ingleses obtuvieron
importantes concesiones del gobierno uruguayo que deseaba ese medio de
transporte a cualquier costo con tal de poder utilizarlo para doblegar
las revueltas rurales. La mayoría de las líneas gozaron de
un interés garantido del 7% del capital ficto de 5.000 liras por
kilómetro de vía férrea, lo que ocasionó la
construcción de inútiles curvas y tal vez de un 10 a un 5%
de kilometraje superfluo. El Estado solo podía intervenir en la
fijación de las tarifas si las ganancias de las empresas superaban
el 12%, cifra a la que naturalmente nunca llegaron.
El ferrocarril fue esencial para que el gobierno central pudiera controlar
el interior. Cuando en 1886 el Río Negro fue cruzado por un puente
ferroviario, el Uruguay, que siempre había estado dividido en dos
mitades en invierno, se unificó.
Este medio de transporte, así como las otras compañías
inglesas instaladas en Montevideo, generaron una corriente de antipatía
popular por sus elevadas tarifas y deficientes servicios. El monopolio
que usufructuaba el ferrocarril, la empresa de aguas corrientes, la del
gas y el oligopolio de las compañías de seguros, contribuyeron
a fomentar dudas en la clase política ya en 1890 acerca de los beneficios
que acarreaba al Uruguay el capital extranjero no vigilado por el Estado.
Por eso la ley de 1888 instituyó un control estricto de la contabilidad
de las empresas ferroviarias y en 1896 se fundó el primer banco
del Estado: " Banco de la República Oriental del Uruguay".
Todos estos inversores, como es casi obvio, exigían la pacificación
interna del Uruguay, pues las utilidades de la empresas extranjeras y el
cobro de los intereses de la deuda del gobierno uruguayo, por ejemplo,
estaban ligados a la marcha pacífica y próspera del país.
La inversión británica en el Uruguay, aunque pequeña
comparada con la totalidad de las imperiales en el mundo, era cuantiosa
comparada con el capital industrial uruguayo. El Uruguay ocupaba el quinto
lugar en la cuantía del capital inglés invertido en América
Latina, teniendo los primeros puestos Argentina, México, Brasil
y Chile. Pero si dividimos la inversión extranjera por el número
de los habitantes del país latinoamericano receptor, el quinto lugar
se transforma en segundo, sólo detrás de Argentina.
Luego en 1875, el crecimiento demográfico y la legislación
aduanera proteccionista ambientaron el nacimiento de la industria moderna.
Incipiente y desarrollada sólo en la provisión de bienes
de consumo (alimentos, bebidas, muebles, tejidos, cueros), generó
tanto un patronato deseoso de orden como un proletariado, numericamente
exiguo, pero hostil al enganche en las filas de los ejércitos blancos
y colorados.
La sociedad uruguaya, resultante y promotora a la vez de estos cambios,
fue muy distinta a la de la primera mitad del siglo XIX. Las clases se
diferenciaron con claridad, la dueña de la tierra era compleja,
pues al lado del latifundio se consolidó la propiedad mediana con
la explotación del ovino. El censo de 1908 permite deducir que los
predios de 100 a 2.500 hectáreas, asimilables a estancias de la
clase media rural, ocupaban el 52% de la superficie apta, y que 1391 predios
de más de 2501 hectáreas - los latifundios - ocupaban el
43% de esa superficie. Este era el fruto de una larga evolución
histórica que salvo a la gran propiedad pero la obligó a
cohabitar con una importante clase media rural. Las guerras de la independencia
y las civiles con su cortejo de ruina ganadera, robos de haciendas e interrupción
de la producción, tuvieron otra consecuencia importante: la titularidad
de la propiedad cambio de manos velozmente en el siglo XIX. El latifundio
existía en 1900 pero los latifundistas ya no eran los mismos del
período colonial o de los primeros años del Uruguay independiente.
La clase alta olía a nuevos ricos. Eso disminuyó su poder
y su prestigio en el seno de la sociedad.
Los estancieros gozaban en 1900 de la posesión de dos monopolios:
la tierra y la carne, valorizadas ambas con los avances de la industria
saladeril y sobre todo con la fundación en 1905 del primer frigorífico
exportador de carnes congeladas a Europa.
El proletariado rural ya no podía optar entre la vagancia y la
labor en las estancias, ahora debía trabajar para alimentarse. Los
desocupados miserablemente en los llamados "pueblos de ratas",
cambiando su anterior dieta carnívora por ensopados de escaso valor
nutritivo. El servicio doméstico o la prostitución para las
mujeres; el peonaje, la esquila, el contrabando y el robo de ganado para
los hombres, fueron las actividades del gaucho moderno. Pero, ya empezó
a emigrar a las ciudades.
En Montevideo, la aparición de la "cuestión social"
fue la novedad. Aunque el ascenso social aún era posible, las condiciones
de vida del proletariado industrial eran duras. Las jornadas de 11 o 15
horas ambientaron la prédica anarquista y la fundación de
los primeros sindicatos hacia 1875. El viejo temor de la clase empresaria
a la subversión blanca, fue poco a poco sustituído por su
nuevo miedo a la revolución social.
Ocurrieron cambios también en el orden cultural y mental. La
Universidad abrió sus puertas a los estudios de abogacía
en 1849, a los de Medicina en 1876 y a los de Matemáticas en 1888.
En 1877, el gobierno del coronel Latorre, inspirado por José Pedro
Varela, decretó una importante reforma en la enseñanza primaria,
volviéndola obligatoria y gratuita y otorgándole recursos
para su desarrollo. La tasa de analfabetismo que era elevadísima,
comenzó a descender. El deseo de incrementar la actividad política
de los habitantes y a la vez prepararlos mejor para el nuevo orden económico
estuvo detrás de esta transformación.
El Uruguay también secularizó sus costumbres y su cultura.
En 1861 la Iglesia Católica comenzó a perder su jurisdicción
sobre los cementerios; en 1879 el estado decidió llevar los Registros
del Estado Civil aunque admitió que el casamiento religioso precediera
al civil. En 1885 se instituyó el matrimonio civil obligatorio y
este debió celebrarse antes que la ceremonia religiosa. En 1907
se aprobó la primera ley de divorcio.
A pesar de que en las escuelas del Estado, aún se aprendía
el catecismo, la hostilidad de las autoridades y muchos maestros, redujo
esa educación al mero aprendizaje de memoria del Catecismo, sin
ninguna explicación previa. En 1909 fue suprimido por completo este
resto de enseñanza religiosa.
La juventud universitaria, hecho tal vez más significativo que
los anteriores, se embarcó primero en el espiritualismo ecléctico
(1850-1975) y luego de esa fecha en el positivismo y el agnosticismo, cuando
no el ateismo. La Iglesia Católica se sintió perseguida y
reaccionó, pero el grueso de las clases dirigentes y buena parte
de la población o siguieron hostilizándola o la miraron con
indiferencia. De acuerdo al censo de 1908, los católicos ya no eran
la mayoría absoluta entre los hombres nativos de Montevideo. Su
44% era seguido muy de cerca por un 40% de hombres nativos que se habían
declarado liberales.
Otro signo de la modernidad fue la aparición de un nuevo modelo
demográfico. La natalidad comenzó a decrecer ya en 1890,
la edad promedio del matrimonio femenino ascendió de 20 a 25 años,
y comenzaron a aparecer las primeras formas de control artificial de la
natalidad, denunciadas con vigor por el clero católico.
De este modo llegó al siglo XX el país mas tempranamente
europeizado de América Latina.
documento elaborado por: José Pedro Barrán
Tomado de: http://www.rau.edu.uy/uruguay/historia/
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